La insulina es una hormona de importancia cabal. Sin ella, la glucosa no puede acceder a tus células para ser utilizada como combustible, así que la necesitas para vivir. Vendría a ser como el agua que tiñe los prados de verde: en su ausencia, la hierba perece, pero
una alegre lluvia primaveral no tiene el mismo efecto que un aguacero.
Convivir con una hiperinsulinemia crónica (una concentración perennemente alta de insulina en sangre) promueve que tus células pierdan paulatinamente su capacidad para responder a ella (además de fatigar sobremanera a tu pobre páncreas, el encargado de sintetizarla). Es la llamada resistencia a la insulina, la caja de Pandora de las enfermedades crónicas, una condición extremadamente prevalente pero infradiagnosticada y la puerta de entrada a la diabetes.
Además, la insulina también actúa como mensajero bioquímico que traslada un mensaje de crecimiento y división celular. Así que tanto si tu intención es adelgazar, como mantener a raya un cáncer, debes evitar a toda costa inundar tu sangre con tsunamis de insulina cada 3 horas. Y ese bol de cereales a las 8:00, ese bocadillo a las 11:00, ese plato de pasta a las 14:00, esas patatas fritas a las 17:00 y esas rondas de cerveza previas a la pizza de las 21:00 no te ayudarán.
La buena noticia es que (si no sufres diabetes tipo 1) controlar tus niveles de insulina (y evitar un posible diagnóstico de diabetes tipo 2 en el futuro) sí es algo que depende de ti. Son las dietas de alta carga glucémica (es decir, con alto contenido en hidratos de carbono de rápida absorción, especialmente en azúcar y harinas refinadas) y el omnipresente estrés, los principales causantes de que tu páncreas tenga que hacer horas extra. Así que para asegurarte de que tu lluvia es un alegre xirimiri primaveral y no un diluvio huracanado, solo tienes que relegar ese bollito de crema a las fiestas de guardar y aprender a relativizar todo aquello que te ataca los nervios.
Tu páncreas te lo agradecerá. Y tu alegre “yo del futuro”, me atrevería a afirmar, también.